Mito del New Deal y la pandemia secular

«Ya he citado anteriormente la actividad desacostumbrada que desplegaron las autoridades sanitarias cuando se produjo la epidemia de cólera en Manchester. En efecto, cuando la epidemia amenazó, un pavor general se apoderó de la burguesía de la ciudad; de pronto se acordó de las viviendas insalubres de los pobres y tembló ante la certidumbre de que cada uno de esos malos barrios iba a constituir un foco de epidemia, desde los cuales extendería sus estragos en todo sentido a las residencias de la clase poseedora». 
Esta es la descripción de Friedrich Engels, en La situación de la clase obrera en Inglaterra, escrito en 1845 con veinticuatro años. En ese texto memorable, al mismo tiempo de denuncia política y reconocimiento científico de las condiciones de clase, Engels describe la situación de la clase obrera en los ruinosos barrios de la revolución industrial inglesa, el primero de ellos la «Pequeña Irlanda» en Manchester, y en cuanto a las epidemias, señala tres aspectos. Primero, las epidemias, especialmente las enfermedades pulmonares, se ven favorecidas por las pésimas condiciones sanitarias de las metrópolis industriales y, en particular, de los barrios obreros. Hogares insalubres, barrios sucios sin letrinas y densidad de población intolerable: es inevitable que las epidemias provoquen masacres. Segundo, las oleadas de contagio están relacionadas con el ciclo económico; el tifus y el cólera asolaron con particu­lar virulencia en 1826, 1837 y 1842 junto al «aumento de los precios» y «crisis comerciales». 
Tercero, la burguesía reacciona y se preocupa por la clase obrera sólo cuando se extiende el miedo al contagio. Por eso, a toda crisis epidémica se responde con campañas de saneamiento de los barrios obreros, para luego abandonar los proyectos por el camino hasta que se repita una nueva explosión de las enfermedades. 

Engels no sería un científico revolucionario si no verificara y actualizara los resultados de su investigación a medida que avanza el desarrollo capitalista. En el prefacio de la edición alemana del texto, en 1892, hace un balance y un reexamen de esos primeros escritos con casi medio siglo de diferencia. 
La premisa es precisamente la extensión del desarrollo a escala global. En Inglaterra, la recuperación tras la crisis de 1847 «marcó el comienzo de una nueva era industrial»; «China se abría cada vez más al comercio», «Estados Unidos se desarrolló especialmente, a una velocidad inaudita»; los nuevos medios de comunicación, «ferrocarriles y barcos de vapor transoceánicos», convirtieron en realidad el «mercado mundial». 
Es lo que hoy se llama en mu­chos análisis primera globalización. La concentración vinculada a ese desarrollo global, señala Engels, transforma también algunas características del capital en la superficie: 
« Y a medida en que se producía este progreso, la gran indust­ria adquiría una apariencia más de acuerdo con los principios de la moralidad. La competencia en­tre industriales basada con pequeñas raterías en detrimento de los obreros ya no era rentable. Los negocios se habían desarro­llado de tal manera que ya no se necesitaban medios tan miserables para hacer dinero; el industrial millonario tenía asuntos más importantes que perder el tiempo en estafas tan insignificantes, válidas aún para la gente menuda sin dinero, que tenían que agarrar cada centavo para no sucumbir a la competencia». Lo mismo valía para la gran industria y la convivencia con los sindicatos; 
«cuanto mayor era una planta industrial y más obreros ocupaba, mayores eran los perjuicios y las dificultades comerciales con que tropezaba ante cualquier conflicto con los obreros». 

Lenin, en una carta a Gorki en enero de 1911, describe este cam­bio como la afirmación del «capitalismo democrático». Como sustituto del «capitalismo octubrista y de centuria negra», del nombre en Rusia de los liberales conservadores prozaristas y de los escuadrones armados patronales utilizados contra obreros y jornaleros. Pero la transformación, escribe Engels, es útil para la lucha del gran capital contra el pequeño capital:  «Todas estas concesiones a la justicia y la filantropía no eran en realidad más que un medio para acelerar la concentración de capital en manos de unos pocos y aplast­ar a los pequeños competidores, que no podrían subsistir sin esas ganancias adicionales». Los abusos y pequeñas extorsiones de los primeros pasos del capital no sólo habían perdido importancia, «sino que ahora incluso obstaculizaban los negocios a gran escala». 
Lo mismo vale para los hogares o las condiciones sanitarias, como vimos denunciado por el joven Engels en 1845: «La frecuente aparición de cólera, tifus, viruela y otras epidemias, ha inculcado en la mente del burgués inglés la urgente necesidad de sanear sus ciudades, si no quiere ser también víctima de estas enfermedades junto a su familia. En consecuencia, los defectos más escandalosos descritos en este libro ahora se eliminan, o al menos se hacen menos vistosas».

Sin embargo, esas condiciones reaparecieron precisamente en el mercado mundial, en las nue­vas áreas entonces en desarrollo: «Mientras Inglaterra ha salido de esa etapa juvenil de explotación capitalista que he descrito, otros países acaban de entrar. Francia, Alemania y sobre todo Estados Unidos son los terribles competidores que, como predije en 1844, rompen progresivamente el monopolio industrial de Inglaterra. Su industria es joven en comparación con la inglesa, pero crece mucho más rápido, y ha alcanzado hoy casi el mismo grado de desarrollo que la industria inglesa en 1844. La analogía es mucho más sorprendente por lo que respecta a Estados Unidos. Ciertamente, el entorno externo en el que vive la clase trabajadora estadounidense es muy diferente, pero operan las mismas leyes eco­nómicas, y los resultados, aunque no idénticos en todos los aspectos, no pueden sino ser del mismo tipo».

Cuando Lenin escribe a Gorki sobre el «capitalismo octubrista y de las centurias negras», retoma la noción de Engels aplicándola a la ruta continental hacia el área eslava: «En Europa occidental casi no hay capital octubrista; casi todo es capital democrático. El capital octubrista emigró de Inglaterra y Francia a Rusia, a Asia». 
Son necesarias algunas observaciones. Primero, la teoría en cuestión es la teoría 
del desarrollo desigual, tanto en el plano económico como el político. Arrigo Cervetto acuñó la fórmula de una «elección reformista del gran capital» para identificar la línea gran burguesa en Italia a fines de los años sesenta, pero no limitó esa observación solo al desarrollo imperialista italiano; Engels y Lenin nos confirman que se puede generalizar en una regularidad política real y propia del desarrollo desigual. A la hora de afrontar las convulsiones sociales de la disgregación campesina y la urbanización, que mueven a millones de personas trastornando sus hábitos, condiciones de vida y mentalidad, el trazo histórico del ascenso burgués muestra que la elección reformista es la más conveniente para los intereses generales de la clase dominante. Esto lo confirman las crisis de un de siglo que de alguna manera afectan a todas las potencias a fines del siglo XIX, mientras que durante el siglo XX la afirmación entre contradicciones, guerras y crisis del capitalismo democrático es el tanteo de una burguesía mundial que debe encontrar y experimentar con las formas de democracia imperialista, más acordes a sus necesidades. 
Segundo. el cambio social es biológico y no mecánico; toda tendencia procede por contratendencias y contra movimientos. No hace mucho, comentando la crisis migratoria que ha desencadenado la reacción xenófoba en Europa, retomamos las tesis de Cervetto de los años ochenta al inicio de esos flujos: con la inmigración Italia atrajo «a una nueva fuente de plusvalía de la cuenca mediterránea», una fuerza de trabajo «a bajo precio y sin ningún tipo de protección». A través de él, proporcionalmente, el imperialismo italiano y europeo hoy importa «una dosis de capitalismo de las centurias negras y una cuenca de plusvalía absoluta». 

La crisis de la pandemia secular ha descubierto en todas partes, no sólo en las áreas en desarrollo de Asia, África y América Latina, sino también en las antiguas potencias consolidadas, cuánto de la explotación salvaje octubrista de las centurias negras se había guardado el capital, reproduciendo también a nivel habitacional y sanitario las condiciones denunciadas por Engels hace más de siglo y medio. Tanto es así, como documenta Der Spiegel, donde los asalariados son apiñados en las megalópolis de Asia, han actuado como incubadoras del Covid-19 tanto como los dormitorios para los trabajadores de los mataderos de los gigantes alimentarios, en la muy civilizada Renania. 
Tercero, en la segunda posguerra y en las décadas del ciclo liberal de la denominada segunda globalización, la competencia "civilizada" entre grandes y pequeños capitales y entre viejas y nuevas potencias, lo que fundamenta la transición al capitalismo democrático en el análisis de Engels, se ha convertido en una de las armas de la contienda imperialista. La OCDE es, en cierto modo, el cártel de las potencias del capitalismo democrático, donde los capitalistas se enfrentan según estándares comu­nes de carácter social, ambiental e incluso político-institucional. No es casualidad que los nuevos capitalismos que irrumpieron gradualmente en el mercado mundial fueran acusados de dumping social y de dumping ambiental, así como de competencia desleal a través del intervencionismo estatal: el capitalismo democrático hace de sus reglas un arma de competencia contra los recién llegados. 
Cuarto, el New Deal, en los años treinta de la Gran Crisis estadounidense, es considerado por la ideología dominante la afirmación decisiva del capitalismo democrático; Franklin Delano Roosevelt recogió la herencia del progresismo estadounidense de principios del siglo XX y aplicó los métodos de planificación experimentados en la Primera Guerra Mundial en un ciclo colosal de inversiones estatales. 


A menudo hemos recordado la síntesis de Cervetto sobre la bifurcación de la teoría liberal, entre las corrientes economista y estatista: una variante considera al capitalismo como un sistema equilibrado; el otro lo ve desequilibrado pero reequilibrado a través de la intervención del Estado. La fórmula, observamos, tomada de las tesis de John Maynard Keynes, contiene en sí misma elementos de una teoría de la crisis a la luz de la experiencia de los años treinta: las dos variantes reflejan en definitiva «las relaciones de potencia en el mercado mundial»; «la liberal, anglosajona es expresión de la relación favorable, la intervencionista, alemana, de la desfavorable». Con la Gran Crisis de los años treinta se impuso la condición estructural a todas las corrientes: «surge la concepción de intervención estatal en la economía para corregir el desequilibrio del ciclo»; «la gran teoría de la gran burguesía es la que toma cuerpo en las grandes metrópolis en nom­bre del keynesianismo y el dirigismo». 
La clase dominante es capaz de aprender de las crisis esta es una conclusión que subyace en la reflexión de Cervetto y la intervención del Estado puede moderar o retrasar hasta cierto punto la crisis en sí, incluso si inevitablemente la volverá a traer a un mayor nivel. Mejor: según la teoría marxista las contradicciones del proceso de desarrollo y crisis del sistema capitalista siguen siendo insolubles, el sistema en última instancia «no se puede reequilibrar», pero en términos temporales y parciales la burguesía ha aprendido de su propia historia a utilizar la tendencia y las herramientas del capitalismo de Estado. 

¿ Añade la crisis de 2020 nuevos elementos a este desarrollo de la teoría de la crisis presente en la reflexión de Cervetto sobre el ciclo del capitalismo de Estado? No hace falta decir que una evaluación sistemática y concluyente es prematura, pero con la evidente cautela científica la respuesta es afirmativa, y proviene principalmente de la práctica de la propia clase dominante. Como ya surgió parcialmente en 2008 con la crisis de las relaciones globales, son inéditas la velocidad de respuesta a la crisis, las dimensiones de la deuda creada para enfrentarla, casi anticipando el impacto total de la recesión, y en cierta medida la sincronía relativa, a escala mundial, con la que las potencias imperialistas se han movido para afrontar la crisis de la pandemia secular, puesto que unidad y escisión coexisten como elementos ineludibles de la contienda. 

Rana Foroohar, en el Financial Times, señala otra especificidad: la crisis del turismo, una décima parte del PIB mundial, puede desencadenar una nueva recesión, como sucedió en 1928 con el «colapso de los precios de los cereales» lo que contribuyó a 1929 y la depresión. El comisario europeo Thierry Breton, en las negociaciones sobre el Fondo de Recuperación, propuso destinar para el sector turístico ampliado, desde hoteles a aerolíneas, el doble que para el sector automotriz, 300.000 millones de euros frente a 150. He aquí: los efectos de la pandemia secular sobre los consumos de los vastos estratos de varias rentas y patrimonializados dan un golpe inédito a la proliferación parasitaria en las sociedades maduras del imperialismo; por otra parte, la clase dominante ya ha experimentado tras 2008 los riesgos de las insurrecciones electorales de estratos intermedios desorientados por la crisis. Se han desplegado medios excepcionales para prevenir nuevas jacquerie pequeñoburguesas; sigue existiendo una cuestión inédita: en lugar de las colas de los desocupados, la imagen de los años Treinta, se analizan las discotecas y las reservas de los restaurantes. La masa de consumo improductivo unida a la hipertrofia parasitaria en las sociedades maduras del imperialismo ha llegado a un tamaño capaz de ser uno de los factores cruciales de la crisis. 

Es el regreso a Keynes, argumentan los grandes periódicos del consenso liberal, pero las soluciones parciales actuales preparan contradicciones futuras todavía más difíciles o incluso destructivas. Léase The Economist: es el momento de un «free money» virtual, dinero gratis, por parte de los Estados y de los Bancos Centrales, y los planes públicos colosales pueden marcar el ciclo económico para las décadas próximas; pero las incógnitas son igual de grandes. The Economist ve abrirse una «nueva era»: marcada por la escalada del endeudamiento; por la creación de nueva moneda por parte de los Bancos Centrales con la que se compra la deuda de Estado; por el creciente papel del Estado como «responsable en jefe» del capital; hasta ahora, al menos por ahora -interrogante crucial- por la baja inflación. Incluso el pensamiento liberal admite que quedan por conocer los próximos desarrollos y que los riesgos son enormes, pero para la teoría marxista del imperialismo la verdadera contradicción está en el cruce entre el ciclo económico y la dinámica de las potencias, en el conjunto de todas las relaciones de la formación económico-social: el desarrollo desigual de las potencias destruye por tanto el orden global; el capitalismo de mocrático es también la forma más eficaz de movilizar fuerzas en la contienda permanen­te del imperialismo. Esto requiere una mayor reflexión sobre la experiencia histórica de los años treinta y sobre el mito del New Deal que mana de ella. 

El asunto es inagotable, nos limitamos a dos observaciones preliminares. En primer lugar, el New Deal en los EE. UU. fue el momento fundacional del Estado fed­eral estadounidense tal como lo conocemos hoy. Para el historiador Morton Keller, en su America 's three regimes, se trataba a todos los efectos de una «Segunda República americana»: los poderes y el papel del Estado en la vida política y social americana se convirtieron en un dato permanente; se reforzó y definió el papel recíproco de la presidencia y el Congreso, y se atestiguó también el peso del poder judicial como tercer poder. Este es un precedente histórico crucial para comprender los potenciales desarrollos de la pluralidad de poderes de la Unión Europea; en torno a la deuda y la fiscalidad comunes, ya se están definiendo nuevos equilibrios entre la Comisión, el Consejo Europeo, el Banco Central, el Parlamento Europeo y los Estados nacionales.
En segundo Jugar, no hubo sólo uno, sino muchos "New Deal" en competencia, tanto que incluso se ha escrito sobre nazis keynesianos: los planes de intervención estatal masiva fueron implementados en los años treinta por todas las potencias, palideciendo a fines de la década con los planes de rearme. Las fortunas globales del New Deal rooseveltiano, que en la mitología liberal se convirtió en el arquetipo del capitalismo democrático, son inseparables del resultado de la Segunda Guerra Mundial imperialis­a. Martin Wolf del Financial Times escribe que Keynes entendió que el «sentido de responsabilidad» del capital es necesario también para ser «global»: ese habría sido el sentido de la Conferencia de Bretton Woods en 1944 y de las instituciones que surgieron de ella, desde el Fondo Monetario Internacional hasta el Banco Mundial. Exactamente: el orden liberal era hijo del conflicto mundial, la planificación estatal que afrontó la crisis de los años treinta fue también la que preparó la guerra; las instituciones internacionales del capitalismo democrático tenían que apoyarse en el papel hegemónico asumido por Estados Unidos. 

La experiencia histórica ciertamente no debe tomarse como un molde: frente al ascenso de China, los años venideros hablarán de los dos caminos de una cadena de conflictos parciales o una explosión general. Pero las leyes del desarrollo imperialista sí que se han mantenido invariables. Los gigantescos planes estatales que quizás vuelvan a encarrilar a los poderes en la crisis de la pandemia secular preparan también los conflictos del mañana. El enjambre sísmico que atraviesa continentes ya es señal de ello. 

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